Aquella mañana de diciembre iba a ser diferente. En principio no prometía mucho, tocaba ir al hipermercado con mamá y realizar una compra feroz de todo lo que se iba a necesitar durante la semana. A él le tocaba ir en el carro de la compra de la peor manera que puede colocarse uno, si lo que desea es ir echando la mano a todos esos paquetes de colores que por ventura caen dentro. Sin embargo, esa postura no pudo evitar que viera una caja de colores de la que ya no pudo apartar su atención. Su madre, muy práctica y ahorrativa, pensó que un puzzle tan barato estaría bien para regalárselo cuando tuviera edad para ello. Además era educativo ya que se trataba de un mapa mundi con dibujillos aquí y allá que ilustraban lo más característico de cada país. No podía perder la ocasión y, aunque el niño viera la caja, pasados unos años ni la recordaría. Así que Miguel estuvo distraído con su tesoro mientras su madre hacía la compra. Cuando no fijaba su atención en los dibujos de la tapa, lo agitaba como intentando imaginar su contenido.
Una vez en casa, mamá tenía que colocar todo lo que habían traído y esto incluía el juego. Miguel no estaba por la labor, había aguantado la intriga y, además, el plástico estaba medio roto. Todos conocemos lo insistentes, y hasta incansables, que pueden resultar las pequeñas personitas cuando fijan su atención en un objetivo. No convenció a su madre, Miguel simplemente la cansó. Por lo tanto, contento con la pieza de caza obtenida, se dirigió a su alfombra para descubrir qué era aquello que le tenía tan interesado.
¿Decepción? ¿Sorpresa? ¿Perplejidad? Agarró la bolsa de las piezas por una esquina, con un gesto mezcla de cuidado y desprecio, y anduvo hacia su madre que se encontraba en la cocina. Ella intentó disuadirle de seguir con el empeño pero terminó cediendo. Se dirigieron a la esquinita de la alfombra, abrieron la bolsa de plástico transparente y volcaron aquellas 100 piezas sobre una de las tapas. Mamá le explicó que con todas aquellas piezas había que hacer el dibujo que tanto le gustaba y le colocó una aquí, otra allá...
El chico comprendió cuál era la gracia de aquel juguete y le dedicó su interés. Su madre, tranquila al ver que Miguel no se comería ninguna pieza, marchó de vuelta a colocar paquetes y preparar la comida. Para su sorpresa pudo comprobar que el niño iba uniendo piezas, se levantaba, se entretenía un ratito con algún otro juguete y volvía a su mapa por trocitos. Tocó la hora de la comida y, como Miguel era dormilón sólo por la noche, la hora de la siesta la dedicó a terminar su obra maestra. Cuando papá llegó de trabajar no podía creer que su "enano" no sólo había superado aquel reto, sino que había ejercitado una paciencia y perseverancia totalmente inesperadas.
Desde entonces no volvió a plantearse el hacer ningún otro puzzle y eso que los Reyes Magos le trajeron alguno que otro pero ninguno cuajó. De vez en cuando, en las ocasiones en que su madre disfrutaba montando uno, se acercaba y le ponía una o dos piezas.
Diecisiete años después convocan un concurso de Puzzleando, la excusa perfecta para unir fuerzas: una madre que no tenía pareja para ir al concurso y un hombretón que le ha encontrado la gracia a buscar su hobby perdido.
_________________________________________________
Por un momento he vuelto 17 años atrás con mi "enano". Espero que os haya gustado. Son cosas que pasan.
